martes, 29 de octubre de 2013

A la sombra pálida de Marines Viejo

A las moreras exhaustivamente podadas les empiezan a nacer los nuevos brotes, dejando atrás el frío invernal y tal vez los focos, los grupos electrógenos, el claqueo del ayudante y las órdenes del director.

Podría haberme comido el sándwich a la sombra de estas cuatro alineadas moreras, pero la sombra que proporcionan aún es casi menos que perceptible; me conformo con el sol de espaldas y sentado sobre el pretil que protege la escueta plaza, frente a la puerta de la iglesia parroquial.

Son las 3:30 horas de una absolutamente en silencio tarde dominical, víspera de una primavera que despunta tenue como las hojas verdes muy verde clarito de estas cuatro hermanas de solitario permanecer en esta estirada y corta placita, aunque su topónimo, de España, la haga presuponer grande.
Justo enfrente, esquina con calle de la Purísima, se recuerda como unos valientes y esforzadas vecinos acercaron al resto de comunidad, frescura y solución de sed a la par que salud para el hígado, para el aparato digestivo, para la vesícula, para el riñón, para el reuma, para la artrosis y para las enfermedades de la piel, según reza en un bello panel cerámico de claros tintes valencianos instalado en el año 2003. Un solitario caño de grifo de baño automático flanqueado por el hueco que dejaron otros cuatro congéneres que tal vez nunca estuvieron.


15,30, quiero llamar a casa y contar donde me encuentro, extrañamente para los tiempos que corren no hay cobertura en este punto de nuestra organizada geografía. Fumo un poco y bajo hacia la calle donde está el único bar del pueblo, mientras oigo bajar el cierre metálico. Cierra, aquí ya no viene nadie, deben haber pensado los dueños y me quedo sin cortadito con leche natural. 
Me pongo en la boca medio chicle de sabor a sandía galáctica, algo es algo con pinta liofilizada de postre dominguero.


Luce un espléndido sol, me quedo un rato zanganeando por estas empinadas callejuelas. Recuerdo la catástrofe y recuerdo muy adentro al hermano Vicente Coll, de cuya mano vengo ahora y después de tantos años a este el que fuera su último pueblo, su morada casi definitiva al aplastarlo una cucaracha de nefasto recuerdo.


Rectifico, sí estaba abierto el mesón, “Mesón Sierra Calderona”. Sencillo y agradable. Hay unos cuantos clientes acabando de comer, atienden barra y mesas dos chicas de trato igualmente agradable. He dejado la bici atada a la reja de la puerta, cual haría el vaquero con su montura. Desde aquí no la veo y eso me intranquiliza.
Acabo rápido y salgo a la porchada estrecha y coqueta con profusión de plantas, la bici sigue allí y aprovecho la coyuntura para encender la pipa, creo que este era el motivo de la prisa y la intranquilidad. Me quedo un rato mientras una pareja sale a fumar entre arrumacos.
Las calles están adoquinadas con rojizo rodeno, recuerdo de antiguos sudores y entre los gastados rectángulos unas hierbecillas verdes estampan vida sobre la áspera superficie que cae en dura pendiente. Me vienen a la memoria dramáticos sucesos leídos. Agua, barro y piedras de todos los tamaños calles abajo. Muerte, desolación, tristeza y desarraigo final, kilómetros abajo.

Domingo, 20 de marzo, sigue brillando el sol, aquí ruedan una serie de televisión que empezaron a emitir este miércoles pasado y yo me siento así, auténticamente protagonista de mi propia serie, de mi propia ficción, de mi real ficción, que vivo a golpes... a golpes de pedal afortunadamente ahora.
15:54 desato la bici, me pongo el casco, los guantes y el chaleco reflectante, calle Mayor abajo abandono este sitio al que debí venir hace años, al que he venido ahora y al que no tardaré en volver.

No hay comentarios:

Publicar un comentario