martes, 29 de octubre de 2013

Por fín sombra



Hacía un día espléndido, a esas horas de la mañana y en una ciudad poquito de tierra adentro todavía ni se adivinaba la brisilla marinera. Dan las siete y media de la mañana en un reloj callado en lo alto de la torre de la iglesia, en esa misma que lenguas mal informadas han dicho alguna vez que era un segundo campanario a medio terminar

Los dígitos gordotes en verde muy luminoso del rótulo de la farmacia indica a esas horas 19 grados. No está mal para este domingo primaveral. Calle Mayor abajo, enfila por la calle Valencia en una ruta conocida por la que puede ir a cualquier sitio o sencillamente a ninguno.

Antes de cambiar de ciudad, tan sólo unos metros de asfalto separan una de otra, se detienen a tomar un cortado con leche natural. Se sienta en una de las mesas que ya han puesto en la acera. Apenas pasa nadie, algún madrugador sale de la estación del metro, algún otro dirige sus pasos hacia el recién inaugurado hospital. Dentro del bar están casi los mismos clientes de siempre, gente que conversa, gente que mira ya tempranamente la retransmisión de un premio de Fórmula 1. Nota que como casi siempre que se para en este bar, con atuendo de ciclista y la bici alforjada (aunque sólo sea a medias), siempre hay alguien que hace algún comentario sobre él, sobre su bici, sobre las ganas que tiene, sobre que a buenas horas iban ellos...

Enciende la pipa, ésto no origina menos comentarios, fuma tranquilamente mientras toma con pausa, a sorbos pequeños el cortado ya prácticamente frío del todo. No tiene prisa, absolutamente ninguna prisa. Va pensando mientras en el rumbo que tomará. Tiene todo el día por delante, no ha quedado con nadie, hoy al menos es inmensamente rico, es total e irrefutablemente (al menos hoy) dueño de su tiempo.

Sin haber decidido todavía el rumbo de la salida dominguera, vacía la cazoleta de la pipa en el cenicero de agua que hay sobre la mesa. Guarda el monedero, el atizador, el encendedor y la pipa en la bolsa de manillar. Se cala los guantes sin dedos, ciñe el pañuelo a la cabeza y sobre él se ajusta el casco. Ese mismo casco de corcho extraligero que le pareció de broma cuando lo compró. Era su primer casco, su primera bicicleta, su primer año de viajes y salidas con ella. Todo aún le parecía más nuevo de lo que era, todo incluso el mismo día, el mismo domingo primaveral le parecía nuevo, como si fuera el primero de muchos domingos primaverales. Esto de la bici tiene una magia que apenas aún, en estos momentos anda intuyendo.

Subido sobre su Orbea Ravel, a la que tiene por la bici de paseo más viajera del mundo, sigue el rumbo de la metrópoli, que cruzara raudo y a su vez tranquilamente dada la escasez de tráfico que rueda por las calles en horas como estas y en domingos como éste. Duda... ciudad y carriles bicis, carril bici al interior, carril bici al super cauce ajardinado. Este último es el escogido y por delante de lo que fuera una terrible cárcel accede al cauce domesticado. Comparte espacio con mirlos negros, con algún perropaseante y una chica que va corriendo.

El cauce está húmedo aún del rocío de la noche pasada y ayudan a ello incluso algunos aspersores que motean el césped verde y que acaban ocasionando charcos en el caminito que va tratando de esquivar. No hay desniveles, todo es plano en un discurrir entre árboles y bajo puentes hasta llegar sin notarlo hasta la ciudad ultramoderna, con edificios blancos que se ven desde lejos y láminas de agua en las que se miran, se reflejan y se desdoblan en una simetría que capturan miles de ojos digitales.

Llegados a este punto... quedan aún alternativas. Vuelta atrás por el mimo camino, carriles bici por el sur de la metrópoli o carril bici hasta el mar. El mar, el mar. Una constante referencia desde crío y una referencia inacabable desde que anda con bici. Definitivamente carril bici hasta el mar.

Apenas un puente metálico sobre el tren, apenas otro puente de hormigón sobre la autovía, definitivamente un último puente pavimentado sobre el mar que entra tierra adentro y paseo marítimo con carril bici que serpentea siguiendo la línea de costa. Ya debe haber unos cuantos grados más marcados en el rótulo digital de la farmacia de la plaza. El sol ya está algo alto. Deben ser las diez de la mañana y la brisilla del mar empieza a agradecerse.

Pasados los primeros kilómetros, apenas dos o tres, de costa una duna artificial con sombrajo no menos artificial permite un descansito y dedicarle unos minutos a la contemplación marinera. Apenas algún velerito, una o dos lanchas a motor que aspiran a yate y un barco de carga atracado mar adentro. Las olas, sin exajeraciones, zigzaguean hasta el mismo borde de la playa. Una barrita a modo de almuerzo, un trago de agua, unas caladas a la pipa y un par de fotos que no acabará de descargar al pc nunca. Y sobre la Orbea Ravel sigue camino bordeando la costa, aprovechando la horizontalidad del horizonte. El carril bici a veces alfombrado de una fina capa de arena que a modo de trampas esperan al ciclista, a él también le cazó a la salida de una suave curva experimentando una afortunadamente suave también caída. Nada que destacar, tan sólo el desparrame absoluto de las cosas que viajan con él en la bolsa de manillar. Todo recogido menos el susto que aún le va dando vueltas por las venas en forma de zambomba que suena en sus sienes.

Carting cercano, ruido de motores de dos tiempos (supongo) que rasgan el silencio marinero de cada día. En este tramo el carril es bueno pero sus alrededores algo sucietes tirando a muy sucietes. Además el ruido de los cars, qué gente más tonta por Dios!

La foresta y el carril bici acaban desembocando en una carretera turística pero muy acostumbrada a la rodada de ciclistas domingueros por sus arcenes. Sigue la sombra de la última peña que pasa y apenas dos o tres kilómetros más adelante se encuentra con su adolescencia, con su juventud, con su trabajo cuyo recuerdo no quiere conservar. Aquellos versos, aquellos besos, aquellos paseos, solitarios en las dos últimas décadas. Se cruza con todos y con todo, le saludan todos y a todos saluda, pero sigue tras una breve pausa para cortadito con leche natural, hacia los recuerdos más primitivos y casi sin darse cuenta se encuentra bajo un sol de justicia pescando ranas con un palo y un hilo con un algodón inmaculado en su extremo. Se encuentra mochila al hombro rumbo a la acampada en el medio kilómetro más alto del término municipal. Se sube y al pie de las escalinatas en las que todos los novios y todas las novias del mundo se han fotografiado en tan principal día. El depósito elevado ya no existe. El medio kilómetro cuadrado está desprovisto de su símbolo. El alto depósito de hormigón que suministraba agua pura, pero pura de veras, a la zona poblada de la playa. Mira hacia arriba, la nostalgia le pellizca la nuca apretada mirando a lo más alto sin poder verlo. Solo  el sol y unas minúsculas nubes blancas y unos pequeños pajarillos negros... ni rastro del depósito, ni rastro de su sombra, ni rastro del grifito metálico en el que esperaba llenar el bidón. Esto ya no es lo que era. Se lamenta y odia un poquito a los ecologistas que lucharon porque se retirara el depósito.

A la puerta de la ermita, enciende la pipa, restos de la anterior en lo alto de la duna artificial. Piensa en los patronos, piensa en su padre, piensa en lo que pican e irritan la piel las hojas del arrozal y en la dulzura con la que las sanguijuelas engordan sus cuerpos a expensas de las venas de quien, pies en el barro, limpia el arrozal de malas yerbas... su padre a la mente de nuevo. Se intuyen debajo de las gafas de sol unas lágrimas, una apretura en el pecho y unas ganas de salir corriendo.

Orbea Ravel y él bajan por la cuesta vertiginosa de apenas un centenar de metros o tal vez menos, desembocando en las cuatro casas rodeadas de cuatro olivos. No hay nadie, algunos recuerdos de niñez, de excursión, de Movimiento Junior y se toca la garganta tratando de apretar el hueso de tuétano con el que hebillaba la pañoleta. El pedaleo es automático, ya no sabe quien lleva el rumbo pero la bici enfila el caminito de tierra que lleva hasta el borde mismo del campito arrozal que trabajaba su padre. Se detiene, está junto al nacimiento de agua dulce al que muchos pescadores iban a pescar. Qué profundidad en aquellos años de aguas limpias, cristalinas, transparentes en las que señoreaban barbos y tencas. Ahora es un fangar... Lleno de todo y aparentemente mucho más pequeño, mucho menos profundo.

Vuelta a rodar, el sol está ya en lo más alto, quizás bajando un poco. El sol aprieta y son escasos los espacios sombreados en todo el término. Conoce perfectamente estos caminales desde crío, se adentra por los que menos tráfico rueda, a pesar de que lleva hasta un poblado absolutamente turístico y más en domingos como éste.

Se acerca la hora de comer, hace calor, no lleva mucha agua, si eso más o menos medio bidón, y la sombra sin aparecer. El horizonte está salpicado de pequeñísimas construcciones, todas ellas datan de los años anteriores a las prohibiciones de la legislación de protección de espacios naturales. Son casetas de aperos y casetas que cobijan motores para drenar los campos de arroz y evitar que un exceso de agua malogre las cosechas y de paso ayuda a optimizar los recursos al repartir mejor la disponibilidad de agua para que el arroz, monocultivo de la zona. Por lo general son pequeñas, sin gracia y por supuesto sin sombra. Sigue rodando, de lejos intuye un pequeño respiro. Se va acercando y efectivamente, una caseta diminuta pintada de blanco, de aspecto desaliñado, con un pequeño paellero, con más aspecto de escombro que de lugar para comidas dominicales. Pero lo mejor, tiene una sombra. Ciertamente escueta, mínima, sólo casi insinuada, pero alivio del sol primaveral de Levante.

Una higuera enana, empobrecida a bases de empujones de los vientos que le soplan casi de los tres costados, que en el cuarto le cobija la casita, tan baja como la higuera, tan alta como aquella. Refugio de sombra al fin y al cabo. Por fin sombra.

Llevaba preparados desde casa un par de sandwiches de fiambre y pan de molde y una lata de cerveza en una bolsa isotérmica que le regalara un desaparecido amigo de rodadas. El líquido de lujo exquisito en estas circunstancias no está exactamente frío, la funda isotérmica es menos efectiva de lo que se podría esperar de ella.  Come y estando en ello llega en dirección contraria por la que él venía una bici blanca de aspecto novísimo y sobre ella... ¡una ciclista! Se asombra porque sin duda son las menos de los ciclistas y menos rodando en solitario. Lleva su reglamentario casco, blanco a juego con la bici y una camiseta azul celeste y culotte con minifalda.

Anda buscando igualmente algo de sombra.Él la saluda y ella se detiene. No duda ni un momento, se baja de la bici y se acerca casi a la vera de la sombra, pero no puede llegar directamente, una pequeña acequia de apenas medio metro, seca como el resto de terreno, le corta el paso. Él se levanta, le toma la bici y la ayuda a cruzar el obstáculo.

Pasa, pasa que la sombra escasea...

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